Sólo abusando del lenguaje puede concebirse la incursión israelí en la franja de Gaza como parte de una guerra. El concepto de guerra supone el enfrentamiento entre dos cuerpos armados, regulares o irregulares, estatales o no estatales. En este caso, la desproporción de fuerzas es tan evidente que, en rigor, no puede hablarse de verdaderos combates. Ni siquiera es aplicable el concepto de “guerra asimétrica”, creado por los estrategas militares imperiales para dar cuenta del conflicto entre estados y actores no estatales.
Cuando la relación de muertos por cada bando es de uno a 100 y la de heridos la supera con holgura, por no hablar de los daños materiales, que se encuentran en su totalidad en un solo lado, parece evidente que se debe acudir a otras ideas para dar cuenta del proceso en curso. Puede hablarse de política de exterminio o de terrorismo de Estado, pero la trascendencia de lo que sucede impone ir más allá. El filósofo italiano Giorgio Agamben sostiene en sus libros Lo que queda de Auschwitz y El poder soberano y la nuda vida que existe un espacio donde el estado de excepción es la regla y donde “la situación extrema se convierte en el paradigma mismo de lo cotidiano”. Ese lugar es el campo de concentración.
En efecto, el campo de concentración es aquel espacio donde aparece la “vida desnuda”: la vida despojada de cualquier derecho, de modo que la inexistencia de estatuto jurídico –hija directa del estado de excepción devenido en regla– permite que al ser humano que ha sido excluido y recluido en el campo “cualquiera puede matarle sin cometer homicidio”. Para Agamben el campo de concentración es el acontecimiento fundamental de la modernidad, porque es “el paradigma oculto del espacio político”.
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