Me encantaría decir que las próximas elecciones de julio tendrán un sentido contrahegemónico, como ha dicho Boaventura Do Santos respecto de las que llevaron a Evo Morales a la presidencia de Bolivia. Mentiría de cabo a rabo. Por buenas y malas razones, los votos duros de los respectivos partidos llevan a observar que los escenarios ya están prefigurados con un nada halagüeño repunte del PRI, y las disputas se dan por los matices sobre el sentido del voto "libre", incluida la polémica en torno al voto nulo, que a buena parte de la ciudadanía le resulta atractivo por más que, en efecto, intereses no progresistas le vean provecho y lo estimulen. Y es que los “votonulistas auténticos y no organizados”, que los hay, le están encontrando sentido a cobrar su rabia y descontento más allá de quedarse en casa y alimentar el abstencionismo puro que ha llegado a ser escandaloso sin que a la clase política le quite el sueño. Obviamente, no sabemos de qué magnitud será el llamado voto nulo; lo que sí sabemos es que es un escenario carente de regulación explícita, más allá de que, en efecto, al aumentar el número de votantes, en el sentido que sea, las cifras de mayorías y minorías se impactan y eso tiene efectos en escaños y en recursos económicos. Bien se haría, si se da más peso al análisis sobre el ánimo social que expresa el posible voto nulo.
El futuro no es como era antes: es cada vez peor. En tiempos electorales los príanistas se separan temporalmente y se disputan el voto al costo que sea –o al lodo que sea–, pero se mantienen unidos en la consigna del "enemigo principal": esa oposición en cuyas facciones se presentan devaneos con el príanismo con tal de golpear a los de casa. Véase el caso de Iztapalapa.
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