En el caracol de Morelia y con el aval de las juntas de buen gobierno se desarrolló el primer Encuentro Continental Americano Contra la Impunidad. Su objetivo, poner de relieve aquello que las elites políticas de los años 80 del siglo pasado consensuaron para hacer posibles las transiciones de las dictaduras y el pacto de punto final, consistente en amnistiar las violaciones a los derechos humanos. Esta política sobrevoló las negociaciones a la hora de formalizar la retirada de las fuerzas armadas del poder.
Si era previsible que los golpistas se aferrasen a una política de amnistía para salvaguardar sus intereses y regresar con el uniforme inmaculado a los cuarteles, pocos explican la actitud complaciente de los interlocutores para acceder a sus demandas. Tal vez los implicados estaban de acuerdo en desarrollar una estrategia de perdón y olvido. Atrás debían quedar los detenidos-desaparecidos, los torturados, los secuestrados, los exiliados. Había que soltar lastre y nada mejor que mostrar un espíritu conciliador. Los responsables de imponer gobiernos de facto ya no rendirían cuentas ante la justicia. Los cuerpos de miles de personas, arrebatados a la vida bajo las más cruentas formas de practicar el asesinato político, se transformaban en problema estético, sin repercusiones en la agenda del nuevo orden social. Un pecado del cual sus autores se podían redimir considerando el éxito del modelo económico implantado. En fin, los muertos fueron pocos si consideramos los resultados obtenidos, argumentaron. Sin embargo, para evitar suspicacias habría chivos expiatorios. Los elegidos asumirían la pesada carga de años cometiendo crímenes de lesa humanidad. Así, ninguna de las partes negociadoras se sentiría perjudicada. Emergía un tiempo nuevo, la globalización, y el fin de la guerra fría. Se lavaba la cara a las instituciones militares y su honor quedaba inmaculado. Una sesión de maquillaje facilitaba deshacerse de incómodos subordinados ligados a los centros de tortura y represión. A los generales y altos mandos se les llamaba a retiro, se les reubicaba en embajadas como agregados militares o les buscaban una nueva identidad. Y para los civiles que habían participado en el genocidio como ministros, subsecretarios o funcionarios de confianza se les cubrirían las espaldas con un trato de favor. En síntesis, todos quedaban al margen de posibles acusaciones de violación a los derechos humanos. La ley de punto final tuvo como fin crear un muro de contención evitando la ola de imputaciones que llenarían los juzgados pidiendo justicia. Y, claro, la vergüenza pública de verse en los tribunales era motivo suficiente para cerrar filas obstaculizando cualquier acción de la justicia.
Continua em:
http://www.jornada.unam.mx/2009/08/01/index.php?section=opinion&article=020a1mun