segunda-feira, 3 de agosto de 2009

La Diversidad Cultural y la Autonomía en México, reciente publicación del antropólogo Héctor Díaz-Polanco

Arturo García Hernández - La Jornada

El levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994 puso en el centro de la agenda nacional el tema de la diversidad cultural y la autonomía, así como su relación con el Estado.

Hoy, la discusión está empantanada, porque los tres poderes del Estado la han dado por terminada, con lo cual se relega una demanda esencial no sólo del zapatismo, sino de los pueblos indígenas de México en general.

El antropólogo Héctor Díaz-Polanco, especialista en la materia, hace la observación en entrevista a propósito de la publicación de su libro más reciente, La diversidad cultural y la autonomía en México.

–Además del debate teórico que compendia el libro, ¿cuál es la situación de ése en el ámbito concreto de la política y lo jurídico?

–Tenemos una situación de empantanamiento y difuminación de algo que parecía al alcance de la mano después del levantamiento del EZLN y en la segunda mitad de la década de los años 90.

"Al iniciar el siglo XXI, esto se empieza a difuminar y concluye en su aspecto jurídico y político con las reformas que aprobó el Congreso en 2001, las cuales no satisfacen al sujeto central del proceso: los pueblos indígenas. En ese momento, el señor Fox manda al Congreso la propuesta acordada en San Andrés Larráinzar, elaborada por la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa); el Congreso ignora los acuerdos y toma su decisión, y el Poder Judicial dice que las modificaciones se ajustan a la ley. Los tres poderes de la Unión se lavan las manos y dan por cerrado el caso."

La reacción es que el EZLN se afianza en sus regiones e inicia “la construcción de autonomías de facto, que llaman juntas de buen gobierno y Caracoles, pero sin adaptarse a un marco jurídico que les queda estrecho.

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http://www.jornada.unam.mx/2009/08/03/index.php?section=cultura&article=a09n1cul

sábado, 1 de agosto de 2009

Impunidad, derechos humanos y justicia ética - Marcos Roitman Rosenmann

En el caracol de Morelia y con el aval de las juntas de buen gobierno se desarrolló el primer Encuentro Continental Americano Contra la Impunidad. Su objetivo, poner de relieve aquello que las elites políticas de los años 80 del siglo pasado consensuaron para hacer posibles las transiciones de las dictaduras y el pacto de punto final, consistente en amnistiar las violaciones a los derechos humanos. Esta política sobrevoló las negociaciones a la hora de formalizar la retirada de las fuerzas armadas del poder.

Si era previsible que los golpistas se aferrasen a una política de amnistía para salvaguardar sus intereses y regresar con el uniforme inmaculado a los cuarteles, pocos explican la actitud complaciente de los interlocutores para acceder a sus demandas. Tal vez los implicados estaban de acuerdo en desarrollar una estrategia de perdón y olvido. Atrás debían quedar los detenidos-desaparecidos, los torturados, los secuestrados, los exiliados. Había que soltar lastre y nada mejor que mostrar un espíritu conciliador. Los responsables de imponer gobiernos de facto ya no rendirían cuentas ante la justicia. Los cuerpos de miles de personas, arrebatados a la vida bajo las más cruentas formas de practicar el asesinato político, se transformaban en problema estético, sin repercusiones en la agenda del nuevo orden social. Un pecado del cual sus autores se podían redimir considerando el éxito del modelo económico implantado. En fin, los muertos fueron pocos si consideramos los resultados obtenidos, argumentaron. Sin embargo, para evitar suspicacias habría chivos expiatorios. Los elegidos asumirían la pesada carga de años cometiendo crímenes de lesa humanidad. Así, ninguna de las partes negociadoras se sentiría perjudicada. Emergía un tiempo nuevo, la globalización, y el fin de la guerra fría. Se lavaba la cara a las instituciones militares y su honor quedaba inmaculado. Una sesión de maquillaje facilitaba deshacerse de incómodos subordinados ligados a los centros de tortura y represión. A los generales y altos mandos se les llamaba a retiro, se les reubicaba en embajadas como agregados militares o les buscaban una nueva identidad. Y para los civiles que habían participado en el genocidio como ministros, subsecretarios o funcionarios de confianza se les cubrirían las espaldas con un trato de favor. En síntesis, todos quedaban al margen de posibles acusaciones de violación a los derechos humanos. La ley de punto final tuvo como fin crear un muro de contención evitando la ola de imputaciones que llenarían los juzgados pidiendo justicia. Y, claro, la vergüenza pública de verse en los tribunales era motivo suficiente para cerrar filas obstaculizando cualquier acción de la justicia.

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http://www.jornada.unam.mx/2009/08/01/index.php?section=opinion&article=020a1mun